«La imagen del ser humano aislado, como un ser completamente libre y completamente independiente, como una «personalidad cerrada», que depende de sí mismo en su «interior» y que está separado de los demás individuos, tiene una larga tradición en la historia de las sociedades europeas. En la filosofía clásica, esta figura se manifiesta como el sujeto del conocimiento teórico. En su función de homo philosophicus, el individuo aislado consigue conocimientos sobre el mundo «fuera de él mismo» y por sus propios medios. No necesita aprender de los demás. En esta imagen del ser humano se olvida el hecho de que éste llega al mundo como niño y de que tiene un proceso de desarrollo hasta alcanzar la edad adulta y a lo largo de esta edad adulta. En la evolución de la humanidad hubieron de pasar muchos miles de años antes de que los hombres aprendieran a reconocer las relaciones del acontecer natural, el curso de los astros, la lluvia y el sol, el trueno y el rayo, como manifestaciones de una relación causal ciega, impersonal, completamente mecánica y regular. Pero la «personalidad cerrada» del homo philosophicus percibe cuando adulto la cadena causal mecánica y regular, sin que tenga que aprenderla de los demás, de modo completamente independiente del nivel de conocimientos alcanzado en su sociedad, gracias, aparentemente, a que tiene los ojos abiertos. Este proceso — del ser humano individual como proceso de crecimiento, del conjunto de los hombres como proceso de la evolución de la humanidad— queda reducido conceptualmente a la categoría de situación. El ser humano aislado, en su condición de adulto, se limita a abrir los ojos y es capaz de reconocer por sí solo, sin ayuda ajena, no solamente lo que son todos esos objetos que percibe, no solamente lo que es animado e inanimado, lo que ha de clasificar como piedra, planta o animal, sino que, además, reconoce de inmediato que estos elementos están relacionados entre sí de modo causal y natural. La pregunta de los filósofos, en último término, viene a ser si el ser humano obtiene de su propia experiencia el conocimiento de este vínculo causal; con otras palabras, si este vínculo causal es una peculiaridad de los hechos observables «fuera de él mismo» o bien si se trata de un accesorio de la «interioridad» humana, dado por la peculiaridad de la razón humana, accesorio de aquello que, proveniente de «fuera» penetra en la «interioridad» por medio de los sentidos. Esta imagen del ser humano, del homo philosophicus, que nunca fue niño y que llegó al mundo hecho ya un adulto no ofrece ninguna solución al callejón sin salida cognoscitivo. El pensamiento oscila sin remedio entre la Escila de cualquier positivismo y el Caribdis de cualquier apriorismo, precisamente porque aquello que puede observarse como un proceso de hecho, como una evolución del macrocosmos multihumano y del microcosmos uni-individual en el interior del primero, queda reducido a una situación: a un solo acto cognoscitivo que se realiza aquí y ahora. Aquí tenemos un ejemplo de qué estrecha relación se da entre los procesos sociales a largo plazo, esto es, entre los cambios estructurados de las composiciones que constituyen muchos seres humanos interdependientes así como los individuos que las integran, con un cierto tipo de imagen de los individuos y de las experiencias propias. Para aquellos seres humanos para los que resulta absolutamente obvia la idea de que su propia persona, su «ego», su «yo» o cualquiera que sea el nombre que se le dé, se encuentra encerrado en su «interior » frente a los otros seres humanos y cosas, existiendo por sí mismo frente a lo que hay fuera, resulta muy arduo admitir la importancia de los hechos que demuestran que, desde pequeños, los individuos viven en interdependencia. Para estas personas resulta muy difícil imaginarse a los seres humanos como individuos relativamente independientes, susceptibles de entrar en composiciones mudables mutuas, y no como individuos autónomos y absolutamente independientes. Como quiera que esta autoexperiencia actúa de un modo inmediatamente revelador, no es fácil apoyarse en ella para dar cuenta de los fenómenos que muestran que este tipo de experiencias, a su vez, están limitados a determinadas sociedades y que son posibles, por lo tanto, con ciertos tipos de interdependencias y con cierta clase de interrelaciones sociales, constituidas por los hombres; en resumen, que se trata de una clase de experiencia que pertenece al campo de las peculiaridades estructurales de una cierta etapa en el desarrollo de la civilización, a una diferenciación e individualización específicas de las asociaciones humanas. Cuando uno crece dentro de una de estas asociaciones, no es posible imaginarse cómo puede haber seres humanos que no se experimenten a sí mismos de este modo, como individuos completamente autónomos, absolutamente aislados en su interior frente a los demás seres y cosas. En este caso, la experiencia propia aparece como algo absolutamente evidente, como síntoma de una situación humana eterna, como la experiencia propia por antonomasia, normal, natural y común de todos los seres humanos. La idea del individuo aislado de que es un homo clausus, un mundo cerrado en sí mismo que en último término existe en completa independencia del ancho mundo exterior, determina la imagen del hombre en general. Todos los demás individuos se nos presentan también como homo clausus y su núcleo, su esencia, su auténtico yo se manifiesta, en todo caso, como algo que está encerrado en su interior, aislado del mundo exterior y de los demás seres humanos por medio de un muro invisible.»

−Norbert Elías, ‘El proceso de la civilización’, 1939